Todos los símbolos sagrados, tanto los expresados por la
naturaleza como los adquiridos por los hombres mediante revelación divina, ya
sean éstos gestuales, visuales o auditivos, numéricos, geométricos o
astronómicos, rituales o mitológicos, macro o microcósmicos, tienen una faz
oculta y una aparente; una cualidad intrínseca y una manifestación sensible, es
decir, un aspecto esotérico y otro exotérico.
Mientras el hombre profano –que
es tal por su estado caído– únicamente puede percibir lo exterior del símbolo,
pues ha perdido la conexión con su origen mítico y su realidad espiritual, el
iniciado más bien procura descubrir en él lo más esencial, lo que se encuentra
en su núcleo interior, lo que no es sensible pero sí inteligible y cognoscible,
la estructura invisible del cosmos y del pensamiento, su trama eterna, es
decir, lo esotérico, que constituye también el ser más profundo del hombre
mismo, su naturaleza inmortal.
Al tomar contacto e identificarse con esa
condición superior de sí mismo y del Todo, constata que signos y estructuras
simbólicas aparentemente diversas son sin embargo idénticas en significado y
origen; que un mismo pensamiento o idea puede ser expresado con distintos
lenguajes y ropajes sin alterarse en modo alguno su contenido único y esencial;
que las ideas universales y eternas no pueden variar aunque en apariencia se
manifiesten de modo cambiante.
El cosmos, la creación entera, contiene una cara
oculta: su estructura invisible y misteriosa que lo hace posible y que es su
realidad esotérica, pero que al manifestarse se refleja en miríadas de seres de
variadísimas formas que le dan una faz exotérica, su apariencia temporal y
mutable. En el hombre sucede lo mismo: el cuerpo y las circunstancias
individuales son 10 las que constituyen su aspecto exotérico y aparente, siendo
el espíritu lo más esotérico, lo único Real, su origen más profundo y su
destino más alto.
Si los cinco sentidos humanos son capaces de mostrar lo
físico, la realidad sensible, ese sexto sentido de la intuición inteligente y
la mirada interna que se adquiere por la Iniciación en los Misterios permite
Ver más allá; da acceso a una región metafísica en la que los seres y las cosas
no están sujetos ya al devenir ni signados por la muerte. Esa visión esotérica
identifica al hombre con el Sí Mismo, es decir, con su verdadero Ser, su
esencia inmortal de la que se percata gracias al Conocimiento y al recuerdo de
Sí.
Mientras lo exotérico nos muestra lo múltiple y cambiante, lo esotérico nos
lleva hacia lo único e inmutable.
Con una mirada esotérica, que se irá abriendo
gradualmente en nuestro camino interior, iremos comprendiendo y realizando que
el espíritu del Padre, su Ser más interno, es idéntico al espíritu del Hijo.
Esta conciencia de Unidad es la meta de todo trabajo de orden esotérico e
iniciático bien entendido. Hacia Ella se dirigen todos nuestros esfuerzos; en
Ella ponemos nuestro pensamiento y nuestra concentración interior.
Introducción a la Ciencia Sagrada. Programa Agartha. Federico González y Colaboradores. Revista SYMBOLOS 25-26. (ISBN 84-86695-59-7 ISSN 1562-9910).
http://introduccionalsimbolismo.com/Programa_Agartha.pdf
Imagen: Beato de Liébana, códice medieval.